5 de febrero de 2006

Moneo en Estocolmo


Motivos ajenos a la arquitectura (¿hay algo ajeno a la arquitectura?) me traen a Estocolmo, pero me permiten dedicar la tarde del domingo a la grata tarea de caminar por la ciudad.

En la capital sueca me recibe el mismo sol pegado al horizonte que me despidió en Madrid, tratando de disimular los diez grados bajo cero que marca el termómetro. Tras registrarme en el hotel, atravieso el puente de Skeppsbroksholm caminando rápido sobre la nieve, para buscar refugio en el edificio de Rafael Moneo que sirve de sede a los museos de arte moderno y de arquitectura.

Pese a haber sido realizado en 1998, pareciera que el edificio de Moneo hubiera estado en la isla de Skeppsholmen durante siglos. La integración en el entorno y la relación respetuosa con lo ya construido no es algo que perjudique al edificio, sino todo lo contrario. El edificio es contenido, sobrio, incluso modesto; a la altura del mejor Moneo, el de Bankinter y la Estación de Atocha.

La colección que alberga no es nada del otro mundo, cosa que el público reconoce implícitamente al arremolinarse en la librería y la cafetería, autenticos centros de gravedad del edificio.

Funcionalmente, me parece un error unificar bajo un mismo techo dos museos tan distintos como los de arquitectura y arte moderno. Imagino que responde a una petición de la propiedad, pero en cualquier caso es un síntoma de que en ningún lado se considera a la arquitectura merecedora de un museo propio, en el que pueda adquirir todo el protagonismo.

En España, así se iba a hacer, pero el actual gobierno ha decidido dividir el museo nacional de arquitectura en dos mitades, una en Salamanca, y otra en Barcelona: la arquitectura, concebida como complemento de los papeles de la guerra civil.

(Por otra parte, no deja de ser una paradoja, digna de Borges, la de los museos mal llamados de arquitectura. Porque no son sino museos de maquetas de arquitectura, en los que la arquitectura pierde la cualidad esencial de ser habitada. Un museo real de arquitectúra debería tener, a semejanza del cerebro de Funes el Memorioso, un tamaño tal que fuera capaz de albergar todas las arquitecturas reales. En definitiva, un tamaño infinito en el tiempo y el espacio).

Al salir, hacia las seis de la tarde, el sol ha abandonado definitivamente, y el frio se hace casi insoportable. Cojo fuerzas y aprovecho para dar un amplio paseo por el Centro y Gamla Stan antes de cenar un carpaccio de reno, acompañado por armoniosos sonidos de jazz...

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