Coincidí en México con Enrique Krauze, uno de los intelectuales más lúcidos y sensatos que hay hoy en el continente americano. El martes impartió una magistral conferencia para FAES sobre los riesgos del populismo en Iberoamérica que, como todos los buenos análisis, puede tener traslación a otras disciplinas del saber, y entre ellas, a la arquitectura.
Da la sensación que la arquitectura camina desnortada desde hace tiempo, fomentando la aparición de firmas que se mueven a caballo entre el discurso elitista y el fenómeno mediático. Hoy la arquitectura tiene mucho de show business, con profusión de recursos invertidos en marketing.
Ante este panorama tan confuso, en el que las revistas sin texto marcan el camino, puede ser útil, de cara a distinguir el trigo de la paja, realizar el siguiente juego: Aplicar a ARQUITECTOS y ARQUITECTURA, previa inclusión de ambas palabras, el decálogo sobre populismo elaborado por Krauze para los políticos americanos.
Ahi va el manipulado decálogo:
1) El populismo exalta al ARQUITECTO carismático. No hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas de la ARQUITECTURA.
2) El ARQUITECTO populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella. La palabra es el vehículo específico de su carisma. El ARQUITECTO populista se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones, "alumbra el camino", y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
3) LA ARQUITECTURA POPULISTA fabrica la verdad. Los ARQUITECTOS populistas llevan hasta sus últimas consecuencias el proverbio latino "Vox populi, Vox dei". Pero como Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el ARQUITECTO "popular" interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla.
4) El ARQUITECTO populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos. No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado que puede utilizar para enriquecerse y/o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, sin tomar en cuenta los costos. El ARQUITECTO populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es inversión.
5) El ARQUITECTO populista reparte directamente la riqueza. Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.
6) El ARQUITECTO populista alienta el odio de clases.
7) El ARQUITECTO populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. La ARQUITECTURA populista apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece "Su Majestad El Pueblo" para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra "los malos" de dentro y fuera.
8) La ARQUITECTURA populista fustiga por sistema al "enemigo exterior". Inmune a la crítica y alérgica a la autocrítica, necesitada de señalar chivos expiatorios para los fracasos, la ARQUITECTURA populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera.
9) La ARQUITECTURA populista desprecia el orden legal. Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la "ley natural" y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre.
10) La ARQUITECTURA populista mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la "voluntad popular".
Que cada uno saque sus propias conclusiones sobre la puntuación obtenida por los Maestros de nuestro tiempo.
Y si alguien adjudica un diez a alguien, por favor, que no deje de advertírlo a los demás...
26 de febrero de 2006
Esencias mexicanas: Hotel Camino Real, de Legorreta
Como en anteriores visitas a México, me he alojado en el Hotel Camino Real, uno de mis hoteles favoritos en Iberoamérica.
El Camino Real (Ricardo Legorreta,1968) es, en conjunto, uno de los mejores hoteles urbanos en los que he estado. Eso no implica que las habitaciones sean gran cosa, ni el trato especialmente exquisito. Tampoco es un hotel excesivamente caro (hay ofertas en internet desde 90 dólares/noche), ni incorpora las comodidades de los modernos hoteles-boutique.
Lo que hace relevante al Hotel Camino Real es su portentosa arquitectura, que sigue estando de actualidad, pese al empeño de sus propietarios por devaluarlo, sustituyendo los sutiles colores pastel por brillante pintura plástica, o reponiendo el mobiliario de autor por restos de serie de origen inclasificable.
El Camino Real es un hotel de rincones y vistas; todos sus espacios relevantes se pueden conocer mediante un "paseo arquitectónico" elaborado a partir de una decena de fotos. Hay tres ámbitos del hotel QUE destacan sobre el resto: el atrio de acceso, el lobby, y el bar azul, quizás la pieza más barraganiana del conjunto.
El atrio de entrada es fascinante, debido al hipnótico efecto de la escultura-fuente que reproduce de forma certera la fuerza del mar. Tres potentes muros de colores, blanco, amarillo y rosa, y una escultura-celosía, también rosa, acotan este primer espacio intermedio entre el hotel y la ciudad.
Lo mejor del lobby es, a mi juicio, el sabio ejercicio que Legorreta hace de los cambios de nivel. Si uno mira desde el lobby hacia el bar azul, y fija la mirada más allá de la celosía, en el pasillo que conduce a las habitaciones, se percibe claramente que no era necesario tal cambio de alturas, sino que se trata de un ejercicio intencionado de estilo.
En otras palabras, para llegar a una habitación de la planta primera desde la calle, nos vemos obligados a bajar, para, inmediatamente después, volver a subir hasta el mismo nivel. Entiendo que Legorreta pretende graduar el acceso, dándole un cierto carácter ritual, y cierto misterio.
Es interesante el uso que se hace de bancos-esculturas de alabastro para modular el inmenso espacio del lobby, tarea a la que también colabora el taqueado de las molduras del techo, presente en todas las zonas comunes.
Dos grandes obras de arte completan este ámbito: "El hombre frente al infinito", de Rufino Tamayo, y el impresionante "Abstracto en dorado", de Mathias Goeritz.
El bar azul es el mejor lugar de México para tomar una margarita, mientras se escucha jazz en directo y el sonido del agua que circula bajo los pies. Un lugar en el que, mientras se contempla la rotunda arquitectura del cubo azul, uno puede comparar la comodidad de butacas diseñadas por Mies, Frank L. Wright, Le Corbusier, Saarinen o Gehry, por poner sólo unos ejemplos. No diré cual es mi veredicto de tal prueba, porque supondría poner en tela de juicio la elección de algun mueble de mi propia casa...
El Camino Real (Ricardo Legorreta,1968) es, en conjunto, uno de los mejores hoteles urbanos en los que he estado. Eso no implica que las habitaciones sean gran cosa, ni el trato especialmente exquisito. Tampoco es un hotel excesivamente caro (hay ofertas en internet desde 90 dólares/noche), ni incorpora las comodidades de los modernos hoteles-boutique.
Lo que hace relevante al Hotel Camino Real es su portentosa arquitectura, que sigue estando de actualidad, pese al empeño de sus propietarios por devaluarlo, sustituyendo los sutiles colores pastel por brillante pintura plástica, o reponiendo el mobiliario de autor por restos de serie de origen inclasificable.
El Camino Real es un hotel de rincones y vistas; todos sus espacios relevantes se pueden conocer mediante un "paseo arquitectónico" elaborado a partir de una decena de fotos. Hay tres ámbitos del hotel QUE destacan sobre el resto: el atrio de acceso, el lobby, y el bar azul, quizás la pieza más barraganiana del conjunto.
El atrio de entrada es fascinante, debido al hipnótico efecto de la escultura-fuente que reproduce de forma certera la fuerza del mar. Tres potentes muros de colores, blanco, amarillo y rosa, y una escultura-celosía, también rosa, acotan este primer espacio intermedio entre el hotel y la ciudad.
Lo mejor del lobby es, a mi juicio, el sabio ejercicio que Legorreta hace de los cambios de nivel. Si uno mira desde el lobby hacia el bar azul, y fija la mirada más allá de la celosía, en el pasillo que conduce a las habitaciones, se percibe claramente que no era necesario tal cambio de alturas, sino que se trata de un ejercicio intencionado de estilo.
En otras palabras, para llegar a una habitación de la planta primera desde la calle, nos vemos obligados a bajar, para, inmediatamente después, volver a subir hasta el mismo nivel. Entiendo que Legorreta pretende graduar el acceso, dándole un cierto carácter ritual, y cierto misterio.
Es interesante el uso que se hace de bancos-esculturas de alabastro para modular el inmenso espacio del lobby, tarea a la que también colabora el taqueado de las molduras del techo, presente en todas las zonas comunes.
Dos grandes obras de arte completan este ámbito: "El hombre frente al infinito", de Rufino Tamayo, y el impresionante "Abstracto en dorado", de Mathias Goeritz.
El bar azul es el mejor lugar de México para tomar una margarita, mientras se escucha jazz en directo y el sonido del agua que circula bajo los pies. Un lugar en el que, mientras se contempla la rotunda arquitectura del cubo azul, uno puede comparar la comodidad de butacas diseñadas por Mies, Frank L. Wright, Le Corbusier, Saarinen o Gehry, por poner sólo unos ejemplos. No diré cual es mi veredicto de tal prueba, porque supondría poner en tela de juicio la elección de algun mueble de mi propia casa...
20 de febrero de 2006
Metrópolis: México Distrito Federal
Cuestiones ajenas a la arquitectura me han llevado de nuevo fuera de España. Durante la pasada semana he estado trabajando en la capital de México, lo que me ha permitido disfrutar ocasionalmente de su arquitectura y su gastronomía. A ellas dedico éste y los siguientes artículos.
Es impresionante la aproximación en avión al Distrito Federal, especialmente cuando, como era el caso, las nubes y la polución están altas, y permiten que el sol ilumine la trama urbana metropolitana. A medida que el avión se acerca a su destino, la ciudad parece infinita, dejando entrever tan sólo diversos relieves de origen volcánico. Algo más cerca, la trama comienza a revelar los colores característicos de la arquitectura vernácula, y ya en el suelo, se tarda poco tiempo en constatar el abuso del automóvil y la falta de planificación de las infraestructuras.
Con D.F. me ocurre lo que con Sao Paulo. Las grandes distancias y, sobre todo, la psicosis con la seguridad ciudadana, la han convertido en una ciudad incómoda para el visitante ocasional, y no decir para el turista. En el Distrito Federal uno hace todo lo posible por evitar caminar más de diez metros, permaneciendo anclado al "taxi de sitio".
Conocer una ciudad es caminarla; no hacerlo, conduce inevitablemente al desconcierto. Eso hace que, para el viajero, el Distrito Federal sea una ciudad de mapas imposibles.
México es una ciudad poco conocida, y, desde luego, infravalorada respecto a su potencial real. Sus autoridades deberían dedicar más tiempo y recursos a promocionarla como destino turístico y cultural. Especialmente en un momento en que el vecino del norte tiende a aislarse del mundo, y la vieja capital de América del Sur, Buenos Aires, sigue dando tumbos buscando lo que es, será, o dejó de ser.
Hay rincones maravillosos, como las colonias del Valle, San Angel, o Polanco. Todo el peso de la historia se percibe en el Museo Antropológico o en el Zócalo; y toda la esencia del México profundo se palpa cualquier domingo en la Basílica de Guadalupe. Las razas, la Fe, la muerte, lo indígena y lo occidental, se dan la mano a los pies de un importantísimo lugar de peregrinación, de arquitectura nefasta (la mala arquitectura, mal envejece).
Es impresionante la aproximación en avión al Distrito Federal, especialmente cuando, como era el caso, las nubes y la polución están altas, y permiten que el sol ilumine la trama urbana metropolitana. A medida que el avión se acerca a su destino, la ciudad parece infinita, dejando entrever tan sólo diversos relieves de origen volcánico. Algo más cerca, la trama comienza a revelar los colores característicos de la arquitectura vernácula, y ya en el suelo, se tarda poco tiempo en constatar el abuso del automóvil y la falta de planificación de las infraestructuras.
Con D.F. me ocurre lo que con Sao Paulo. Las grandes distancias y, sobre todo, la psicosis con la seguridad ciudadana, la han convertido en una ciudad incómoda para el visitante ocasional, y no decir para el turista. En el Distrito Federal uno hace todo lo posible por evitar caminar más de diez metros, permaneciendo anclado al "taxi de sitio".
Conocer una ciudad es caminarla; no hacerlo, conduce inevitablemente al desconcierto. Eso hace que, para el viajero, el Distrito Federal sea una ciudad de mapas imposibles.
México es una ciudad poco conocida, y, desde luego, infravalorada respecto a su potencial real. Sus autoridades deberían dedicar más tiempo y recursos a promocionarla como destino turístico y cultural. Especialmente en un momento en que el vecino del norte tiende a aislarse del mundo, y la vieja capital de América del Sur, Buenos Aires, sigue dando tumbos buscando lo que es, será, o dejó de ser.
Hay rincones maravillosos, como las colonias del Valle, San Angel, o Polanco. Todo el peso de la historia se percibe en el Museo Antropológico o en el Zócalo; y toda la esencia del México profundo se palpa cualquier domingo en la Basílica de Guadalupe. Las razas, la Fe, la muerte, lo indígena y lo occidental, se dan la mano a los pies de un importantísimo lugar de peregrinación, de arquitectura nefasta (la mala arquitectura, mal envejece).
6 de febrero de 2006
Lamela: "Para exigir al urbanismo, hace falta urbanidad"
Publicaba ayer el diario La Razón una entrevista con Antonio Lamela, coautor del proyecto del nuevo Barajas. Leyéndola, se percibe de inmediato que, pese a formar parte de los equipos españoles más relevantes de este principio de siglo, Lamela ancla las raíces de su obra en otra arquitectura más intemporal, característica de la generación de grandes arquitectos españoles del siglo XX (Sáenz de Oiza, Corrales y Molezún, Zuazo, Fisac, Sert y, por ser justos, Moneo y De la Sota).
En la conversación, además de renegar de los arquitectos estrella en beneficio de la buena arquitectura, apunta dos claves esenciales para el éxito profesional: el trabajo en equipo, y el profundo respeto a la profesión y al método de trabajo.
Transcribo algunos de los comentarios más interesantes de la entrevista:
Arquitectura racionalista dotada de una dimensión moral: "La arquitectura deber ser útil y servir para algo, física y moralmente. Debe ser bella, que es otra forma de funcionalidad, porque el ser humano, aunque muchos insistan en alimentarlo de fealdad, desea la belleza, que, digamos, es un alimento metafísico."
Maestros: "La autorreflexión y la autocrítica. He viajado y leído mucho, he estudiado a los grandes maestros y dialogado con, por ejemplo, Richard Neutra o Van der Rohe, y en algunas de mis obras se ve la influencia de ambos".
Arquitectos estrella: "Yo no creo en los arquitectos estrella, sino en la buena arquitectura, y cuando es buena y el arquitecto tiene la oportunidad de realizar su obra, al final termina por ser reconocido. En arquitectura, más que en otras actividades, el tiempo impone una selección que no suele fallar, implacable. La prueba es esa cantidad de arquitectura anónima que me decía antes. Pero la arquitectura es una actividad compleja, para hacer una obra no basta con proyectarla no eres un músico o un pintor que trabaja en su estudio y crea de la nada, sino que necesitas de un encargo, de suelo y luego la costosísima elaboración de ese encargo. Se olvida que eso es arquitectura, que ni viene del cielo. La arquitectura tiene que ser sencillamente buena. Y si la arquitectura es buena, entonces será ecológica, bioclimática, de bajo consumo energético o lo que queramos. Pero si es mala, no sirve de nada".
Método de trabajo: "Habrá visto que toda la zona de trabajo es blanca, tanto techos como muros, porque cuando abrimos el estudio necesitábamos mucha luz natural y el blanco es el que consigue unos niveles lumínicos más altos. Después, pensé que ir de uniforme daba sensación de equipo, de conjunción y de paso distinguíamos quienes eran de casa y quienes eran visitantes. Y además, al moverse las personas que iban de blanco se fundían con el blanco de paredes y no molestaban a los que estaban trabajando. Cada vez estamos más satisfechos de haber tomado esa decisión".
Urbanismo de Madrid: "Las administraciones no tienen equipos que les aconsejen. La prueba la tiene en Madrid: se hace un urbanismo muy malo, hay que reconocerlo, y la urbanidad, peor, porque de otra manera, se exigiría más al urbanismo".
En la conversación, además de renegar de los arquitectos estrella en beneficio de la buena arquitectura, apunta dos claves esenciales para el éxito profesional: el trabajo en equipo, y el profundo respeto a la profesión y al método de trabajo.
Transcribo algunos de los comentarios más interesantes de la entrevista:
Arquitectura racionalista dotada de una dimensión moral: "La arquitectura deber ser útil y servir para algo, física y moralmente. Debe ser bella, que es otra forma de funcionalidad, porque el ser humano, aunque muchos insistan en alimentarlo de fealdad, desea la belleza, que, digamos, es un alimento metafísico."
Maestros: "La autorreflexión y la autocrítica. He viajado y leído mucho, he estudiado a los grandes maestros y dialogado con, por ejemplo, Richard Neutra o Van der Rohe, y en algunas de mis obras se ve la influencia de ambos".
Arquitectos estrella: "Yo no creo en los arquitectos estrella, sino en la buena arquitectura, y cuando es buena y el arquitecto tiene la oportunidad de realizar su obra, al final termina por ser reconocido. En arquitectura, más que en otras actividades, el tiempo impone una selección que no suele fallar, implacable. La prueba es esa cantidad de arquitectura anónima que me decía antes. Pero la arquitectura es una actividad compleja, para hacer una obra no basta con proyectarla no eres un músico o un pintor que trabaja en su estudio y crea de la nada, sino que necesitas de un encargo, de suelo y luego la costosísima elaboración de ese encargo. Se olvida que eso es arquitectura, que ni viene del cielo. La arquitectura tiene que ser sencillamente buena. Y si la arquitectura es buena, entonces será ecológica, bioclimática, de bajo consumo energético o lo que queramos. Pero si es mala, no sirve de nada".
Método de trabajo: "Habrá visto que toda la zona de trabajo es blanca, tanto techos como muros, porque cuando abrimos el estudio necesitábamos mucha luz natural y el blanco es el que consigue unos niveles lumínicos más altos. Después, pensé que ir de uniforme daba sensación de equipo, de conjunción y de paso distinguíamos quienes eran de casa y quienes eran visitantes. Y además, al moverse las personas que iban de blanco se fundían con el blanco de paredes y no molestaban a los que estaban trabajando. Cada vez estamos más satisfechos de haber tomado esa decisión".
Urbanismo de Madrid: "Las administraciones no tienen equipos que les aconsejen. La prueba la tiene en Madrid: se hace un urbanismo muy malo, hay que reconocerlo, y la urbanidad, peor, porque de otra manera, se exigiría más al urbanismo".
5 de febrero de 2006
Moneo en Estocolmo
Motivos ajenos a la arquitectura (¿hay algo ajeno a la arquitectura?) me traen a Estocolmo, pero me permiten dedicar la tarde del domingo a la grata tarea de caminar por la ciudad.
En la capital sueca me recibe el mismo sol pegado al horizonte que me despidió en Madrid, tratando de disimular los diez grados bajo cero que marca el termómetro. Tras registrarme en el hotel, atravieso el puente de Skeppsbroksholm caminando rápido sobre la nieve, para buscar refugio en el edificio de Rafael Moneo que sirve de sede a los museos de arte moderno y de arquitectura.
Pese a haber sido realizado en 1998, pareciera que el edificio de Moneo hubiera estado en la isla de Skeppsholmen durante siglos. La integración en el entorno y la relación respetuosa con lo ya construido no es algo que perjudique al edificio, sino todo lo contrario. El edificio es contenido, sobrio, incluso modesto; a la altura del mejor Moneo, el de Bankinter y la Estación de Atocha.
La colección que alberga no es nada del otro mundo, cosa que el público reconoce implícitamente al arremolinarse en la librería y la cafetería, autenticos centros de gravedad del edificio.
Funcionalmente, me parece un error unificar bajo un mismo techo dos museos tan distintos como los de arquitectura y arte moderno. Imagino que responde a una petición de la propiedad, pero en cualquier caso es un síntoma de que en ningún lado se considera a la arquitectura merecedora de un museo propio, en el que pueda adquirir todo el protagonismo.
En España, así se iba a hacer, pero el actual gobierno ha decidido dividir el museo nacional de arquitectura en dos mitades, una en Salamanca, y otra en Barcelona: la arquitectura, concebida como complemento de los papeles de la guerra civil.
(Por otra parte, no deja de ser una paradoja, digna de Borges, la de los museos mal llamados de arquitectura. Porque no son sino museos de maquetas de arquitectura, en los que la arquitectura pierde la cualidad esencial de ser habitada. Un museo real de arquitectúra debería tener, a semejanza del cerebro de Funes el Memorioso, un tamaño tal que fuera capaz de albergar todas las arquitecturas reales. En definitiva, un tamaño infinito en el tiempo y el espacio).
Al salir, hacia las seis de la tarde, el sol ha abandonado definitivamente, y el frio se hace casi insoportable. Cojo fuerzas y aprovecho para dar un amplio paseo por el Centro y Gamla Stan antes de cenar un carpaccio de reno, acompañado por armoniosos sonidos de jazz...
El aeropuerto que Madrid merece (desde hace demasiado tiempo)
No hablo de oídas; esta misma mañana he volado por primera vez desde el nuevo aeropuerto de Madrid. Y mi sorpresa ha sido mayúscula al comprobar, a través de internet, la crónica negra que se hace de la inauguración del fabuloso edificio de Lamela y Rogers.
Es probable que la arquitectura termine siendo, a ojos del gran público, la culpable de retrasos, pérdidas de maletas, o autobuses que demoran el enlace entre los antiguos edificios y los nuevos. Precisamente por eso, tiene más sentido contar aquí mi grata experiencia de hoy, en el edificio más importante que se ha hecho en el Madrid de la Democracia.
He salido de mi casa hacia las 8:00 de la mañana, en dirección al acceso de peaje al aeropuerto que nace en el Km. 17 de la A-1. Me ha llevado menos de cinco minutos recorrer los escasos cinco kilómetros de distancia, acompañado por los pocos coches que a esa hora de sábado circulan por el norte de Madrid, y por un sol naciente casi pegado a la linea del horizonte.
El nuevo aeropuerto se deja ver al poco tiempo de tomar la vía de peaje: los reflejos dorados de la cubierta contrastan con un paisaje extremadamente árido, extraterrestre, anuncio improvisado de la España desértica que gana metros cada año.
He entrado prácticamente sólo, y he dejado el coche en el primero de los bloques de aparcamiento, en la misma planta de acceso. La primera sensación es de edificio inmenso, necesitado de pequeñas historias. Los pasillos rodantes me han llevado en muy poco tiempo al interior de la zona de facturación, en la que ya se perciben la grandeza del hormigón y el acero, y el calor de las bóvedas onduladas de bambú.
Tras más de trescientos vuelos he aprendido dos reglas básicas:
1. Todo lo imprescindible cabe en una maleta mínima, que se puede llevar en cabina(lo aprendí, evidentemente, después de que me perdieran más de una gran maleta...)
2. Las máquinas de emisión de tarjetas de embarque son infinitamente más rápidas que las personas que hacen esa misma tarea.
Siguiendo esas dos reglas, esta mañana he podido llegar rápido al aeropuerto, aparcar el coche, sacar la tarjeta de embarque... y dedicarme a recorrer durante más de una hora, mirando a mi alrededor, el fabuloso edificio que Madrid necesitaba.
Sirva esto para apoyar mi teoría, contraria a lo que se publicará en los próximos días, de que Barajas podrá tener severos problemas, pero lo serán por mala gestión aeroportuaria y errores humanos o técnicos. No serán errores achacables a una arquitectura que, a mi juicio, es el mejor homenaje a una década prodigiosa en la que España soñó con estar a la altura de los grandes...
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